Barak

Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero; todos tenían arpas, y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos; (…)

Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: «al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos». Los cuatro seres vivientes decían: Amén; y los veinticuatro ancianos se postraron sobre sus rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos (Ap 5, 8-14).

La palabra revelada proféticamente a Juan no dice solo algo decisivo que está por venir. Muestra, ante todo, la verdad más radical, la que está en el origen de todo lo creado y según la cual todo quedará ordenado y dispuesto. Solo Dios es digno de gloria y la creación entera se postra para adorarLo. Es y debe ser así. En estas pocas líneas se reflejan también las palabras de Pablo: «Dios pondrá todas las cosas bajo sus pies» (1Cor 15,27); «Por eso Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame “Jesucristo es el Señor” para gloria de Dios Padre” (Fil 2, 9-11). La oración de los santos, como se ve en la imagen descrita por Juan, participa también de manera misteriosa en esta adoración universal: “Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde” (Sal 141,2). 

Pero occidente se quiso hacer fuerte en contra de esta concepción; quiso que el hombre alzara su voz y se sostuviera con sus propias fuerzas: «Nosotros, filósofos y “espíritus libres” ante la noticia de que el “viejo Dios ha muerto”, nos sentimos como iluminados por una nueva aurora» (Nietzsche, La gaya ciencia). El horizonte que anticipaba Nietzsche, la mar abierta por la que ahora era posible navegar, se llenó de otras muchas formas de adoración. Es genial Foster Wallace al decir que la diferencia entre los ateos y los creyentes no consiste en afirmar que los segundos adoran y los primeros no: «Vosotros decidís qué es lo que vais a adorar (…): en el día a día de la vida adulta no existe tal cosa como el ateísmo. No existe tal cosa como no adorar nada. Todo el mundo adora algo. La única elección está en qué decidimos adorar» (F. Wallace, Esto es agua). 

¿Tiene sentido que toda la vida del hombre consista en adorar? ¿Se puede realizar así nuestra propia vida? Hemos decidido no adorar a Dios y en el intento de romper con todo servilismo, nos hemos enfangado, nos hemos confundido y todo se nos ha hecho extraño. La idolatría no es más que la adoración de lo que no es Dios, tenga la forma que tenga. Frente a ello, solo cabe una auténtica adoración: «llega la hora (ya estamos en ella) en que los auténticos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4, 23-24). 

El verbo hebreo Barak significa bendecir, y además, arrodillarse, postrarse. Es esto justamente lo que queremos expresar y testimoniar con nuestra vida, que recobra toda su altura y dignidad en esta adoración. Sirviendo a la verdad, adorando al único que es digno de alabanza, el único capaz de postrar al hombre hasta su posición original, quedamos misteriosamente sostenidos, abrazados, salvados. «Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos».

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